Cuando
un viejo como el mío prendía la radio mientras íbamos en el auto, el recuerdo
inmediato siempre fue rock nacional. El amor que frecuentaba esas ondas sonoras
lo heredé muy de chico, con un tanto de orgullo. Me quiso enamorar desde chico,
y lo logró.
Pasó
poco tiempo y en parte había olvidado muchas melodías. No sabía nada de
nombres, de artistas, de la gente misma. Tuve que encontrar poco a poco
haciendo uso del recuerdo que todavía latía muy atrás, para encontrar esa
melancolía de la infancia, algo que había sido tan mío durante tanto tiempo y
lo descuidé para perderlo durante años.
El
rock nacional desde entonces fue una gran inspiración en mi vida. Gracias a él
me animé a avocarme a la música. Me enamoré de la guitarra y me embelesé en el
canto. Fue la piedra en el camino que hizo que siguiese escribiendo en un
idioma que tanto amo en vez de cambiarme a algo más simple pero recurrido. Fue uno de mis puntos fuertes de descarga, de
compañía y en común con la gente. Fue el impulsor de combatir mis miedos, el
miedo a bocas chismosas y ojos siniestros, el temor de que nunca una lágrima
pueda caer por mi.
Así
como fue parte del recuerdo desde que empecé a escuchar, hubo canciones y
personas que nunca logré sacarme de la cabeza. Muchacha ojos de papel fue una
de ellas: canción que me vio llorar, me vio sentirla, me vio disfrutarla y
cantarla a viva voz por la calle, tratando de pegarle al tono, de alcanzar esa
mano tan arriba. Así como varias otras, nunca logró escapar de mi mente y aún
al día de hoy siguen sonando los versos que alguna vez compuso un tal flaco
enamorado de su novia, que al presentarla por primera vez se puso a llorar.
Tal
vez me comprenda alguno, tal vez no, espero que así sea. Perder un trozo de
infancia es como sacarle una porción al alma, con esa leve intención de
acompañar eso hacia un infinito incierto.
Y
así se llevó un trozo de la mía, que se yo.