Adeptos

miércoles, 14 de octubre de 2009

Un collar de perlas

Un collar de perlas


Hacia mucho tiempo que Adalberto no salía con una mujer de la manera convencional. No era un hombre buen mozo ni tampoco extrovertido, era más bien menudo, tímido y callado. Estas características lo condenaban a algo que temen muchos y como castigo injusto recibe una gran parte de la sociedad: a la soledad; ese dilema del cual queremos alejarnos, distraerlo con falsas esperanzas nuestras, olvidarlo con la satisfacción de una persona que, si bien no amamos, nos acompaña hasta el final de nuestros días.

Su trabajo de oficinista lo alejaba de toda actividad extracurricular, lo consumía, lo gastaba. Al final del día este hombre quería sentarse frente a un aparato viejo y ya varias veces arreglado, para observar como el mismo mundo se burlaba de él una y otra y otra vez. Al final, luego de cenar y de seguir viendo televisión, se dormía en aquel sillón, llorando y dándose la satisfacción de sentir lástima por si mismo.

Varios fines de semanas del mes, no puede decirse que todos, Adalberto derrochaba casi las tres cuartas partes de su sueldo en un casino de poca monta y en un servicio de acompañantes, en donde ya tenía título de cliente regular.

Por todas estas cosas, el oficinista vivía en depresión continua.
Y toda esta depresión venía de esa soledad…

Una cierta tarde, habiendo conseguido salir temprano del trabajo, decidió ir al mercado en busca de víveres (a decir verdad, no necesitaba ir al supermercado, en su departamento ya había suficiente comida enlatada para los próximos tres meses). Luego de dar varias vueltas entre las estanterías, divisó entre los quesos y las latas de arvejas una mujer que si bien no era tan hermosa como las mujeres que él anhelaba, imponía una presencia tal que no era fácil que pase desapercibida. Era un poco más alta que Adalberto, vestía colores elegantes, una mezcla entre púrpuras, verdes y amarillos que resultaba hermoso verlos. Exhibía una cabellera ondulada, negra como el ébano, que caía sobre sus hombros espléndidamente, ocultando un collar de diez perlas, y por debajo de este, un escote en forma de “U” que no era rellenado como se hubiese deseado. Los ojos, negros también, si bien aparentaban ser fríos, exhibían un dejo de tristeza (¿Tal vez fingida?). Las miradas al fin y al cabo se encontraron, y en un extraño impulso Adalberto se acercó a hablarle.

Momentos más tarde, saliendo con una sonrisa en el rostro, el hombre, antes solitario, tenía en sus manos un papel arrancado de un cuaderno donde se veían garabateados una serie de números y un par de palabras cortas. Lo tuvo apretado en su puño hasta llegar a su hogar, donde lo leyó una y otra vez, y otra vez.

Luego de haberla telefoneado y de organizar un plan algo consistente, se encontraron Adalberto y la mujer ya mencionada frente a un restaurante que el sueldo del primero era capaz de afrontar. Cenaron bastante rápido, intercambiando pocas palabras en intervalos cortos que se producían entre bocados. La dama invitada, de todas maneras, no se veía aburrida; parecía entretenida viendo los ojos de aquel hombre.

Pagó aquel la cena y se retiraron del restaurante. Arrastrados por un turbio e incierto mar de pasiones producido simplemente por sus miradas y sin ningún contacto físico, llegaron hasta la puerta del edificio de aquella mujer. Se quedaron en la puerta, conversando, mientras ella jugueteaba con las llaves, coqueta, hasta que lo invitó a entrar. Tal vez por fin no habría más soledad…

***


Días más tarde, Magdalena salía de su trabajo de oficinista, rumbo hacia el supermercado para ir en busca de víveres (no eran necesarios, ya que en su departamento había suficiente comida enlatada para los siguientes tres meses). Exhibía en esa ocasión un coqueto conjunto gris, que si bien tenía ese color tan apagado resultaba atractivo puesto en ella. Combinaba bien con su collar de once perlas y el escote tan acostumbrado. Antes de llegar al destino, obtuvo el diario del día, y lo hojeó casi sin importancia. No había información realmente importante, o que al menos no le incumbiese de alguna forma. Nada serio, solo rutinas, sencillas rutinas. Se golpeó la frente suavemente con la palma, habiendo sabido ya de antemano, antes de obtener ese conjunto de hojas recicladas, que nadie extrañaría a un hombre tan solitario, a ningún hombre solitario.

Ella no sufría de aquel problema, no se deprimía ante tal perspectiva, no pasaba horas lamentándose frente a un televisor. Si bien no había nadie alrededor, nunca se sentía en esa soledad tan inaudita; siempre iba bien acompañada, a todas partes.

Se acomodó el collar y entró tranquila al mercado.

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