Adeptos

lunes, 25 de noviembre de 2013

Cuatro microcuentos

LAS MANOS DEL VIENTO

El loco iba por aquellas calles, solo. Vestía aquella chaqueta gris que lo había visto morir una y otra vez. Era de sólida característica, atento con el viento; importaban más las caricias de ráfagas en su rostro. En su antebrazo, los setenta y tres cortes que se había infligido a si mismo: cada uno fue el desaparecer de su ser. -¿Sobre qué tanto importaban?- cada cierto tiempo, nublaba el mundo al ente en cuestión: la nube se situaba entre él y la gente. Empujones, golpes, todo recibía mientras ellos, en su apuro, aceleraban su tiempo; envejecía en el yugo de su niebla; moría en la virtud de su inexistencia. Cada cierto tiempo, una mano lo rescataba de aquel mundo sin capacidad de ver la realidad - importaba, entendía eso -; unos labios, cada cierto tiempo, soplaban, escurrían esa niebla, hacían llegar al pobre loco ráfagas de calidez a su rostro. Tal como el viento, seguían su viaje los labios, la mano y aquel loco que, de tanto morir, seguía impasible, atento a aquel viento: importaban más sus caricias que la indiferencia del mundo.
HASTA EL ÚLTIMO ALIENTO
Momentos en los cuales observas que estás encadenado, solo, dentro de una cúpula de cristal. La llave se abre, el agua corre. El cristal deja de refractar tanto como el medio que va fluyendo sin cesar, aquel que comienza a cubrirte cada vez más. Se asoma a tu torso, a tu cuello, a tus labios, a tus ojos. 
Haces tu último hálito por intentar respirar, ¿podrás?
CASI PISANDO EL UMBRAL
Ya había sangre en sus manos. El arma en el suelo parecía desvanecerse poco a poco. No comprendía, ¡si acababa de llegar! ¿Qué había pasado en aquel recinto? Trataba de recordar los eventos: un abandono, un sol; sonaba jazz de fondo, un saxo barítono de pura sexualidad; un conjunto de sábanas rasgadas por el tormento; cantidades infinitas de pildoras que se amontonaban en el suelo; las lágrimas que recorrieron su rostro, antes de cometer el delito y también al ver la escena.
Veía su propio cuerpo en el suelo, ya muerto. Ya se iba.
AHONDANDO LA OSCURIDAD
Harto de ser él mismo, llegó al extremo de tocar con las puntas de los pies los bordes de la cama. Se asomó levemente al abismo oscuro de si y, con los dedos, lo atravesó. Y desapareció. No fue nunca más nada.

Amaneció llorando, abrazando a su almohada. Con sus ocho años, había experimentado el dejar de ser, había visto la nada.

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