Adeptos

lunes, 17 de octubre de 2011

La fantasía de un hombre en su soledad

Iban y venían aquellos vientos de colores. A su paso, la mancha de su estancia se asentaba bien sobre aquellas marcas de carbón. El dibujo estaba brillante, radiante, tal vez por ese sol impregnado en las hojas que vacilaba entre el naranja y el amarillo. Ya casi estaba terminado, solo faltaban unos colores más.
Se trataba de un prado misterioso, alienado, de colores extraños. La luz de aquella imagen iluminaba una figura sombría en un camino technicolor, cuyo destino era (tal vez) un horizonte distante, casi invisible. El torrente de aire que circulaba agitaba sus prendas y el cabello, de un largo considerable, quería perderse con amor entre las suaves ráfagas. La imagen no perdía dinámica. A mis ojos los pastos rojos se movían en un lento vals y las hojas de los árboles caían en una suerte de otoño tardío. La figura estaba indecisa de hacia donde caminar.
Tardé largo rato en ubicar mi fantasía con su coloreado correspondiente. Aún faltaba el verde que pintaría uno de los árboles que se perdían en la lejanía, pero al buscarlo note la falta del mismo. “Se habrá caído” pasó por mi cabeza fugazmente (y los rojos pastos bailaban sin cesar) por lo que agaché mi cabeza debajo de la mesa para notar (algunas parecían cambiar el compás) que allí no se encontraba. Tuve entonces que levantarme de mi asiento para revisar el suelo de la oficina. Parado, a gatas, tanteando debajo del amueblado, nada. “Será curioso” pensé “que desaparezca el lápiz de pronto y no se encuentre en ningún lado”. Sabía que lo había traído, ya que parte del cielo se hallaba con aquel verde tan deseado. Por ello no concebía esta repentina desaparición.
Volví hacia el dibujo, finalmente resignado, proponiéndome en contra de mi voluntad colorear aquel árbol con algún amarillo u otro color semejante. Está claro que no esperaba que desde el principio del camino me saludase una mujer de facciones borrosas, con animosidad incomparable al agitar sus brazos. Caí con la silla al suelo del sobresalto, con la sorpresa aún en la garganta, incapaz de digerirla. Tras un momento de llevar mi mente a la calma, asomé mi rostro sobre el dibujo nuevamente para ver a alguien que me miraba y parecía sonreírme.
Mientras el viento agitaba sus cabellos, la figura anteriormente sombría lanzaba una mirada taciturna hacia mis ojos, aún incrédulos. Llevaba ella un vestido violeta, con volados, que acompañaba en su compás a los pastos contentos. Parecía sentirse sola entre tanto prado con hierba, árboles y sólo el camino como vestigio de civilización. “Definitivamente me sonríe”, fueron las primeras palabras que logré conjuntar en mi mente. Su soledad me daba pena, había sido muy cruel con ella, no le había dado compañía de un ser vivo, humano o animal, por mínimo que fuese. De allí, surgió un insólito deseo de darle mi escolta para llevarla hasta el fin de aquel camino. Fue entonces que ella extendió su mano hacia mí.
“¿Leerá mis pensamiento?”, curioseé en mis palpitantes ideas, “¿O simplemente, al ser parte de mi, sabrá de mis sentimientos?”. El recorrido de estas palabras por la trama de mi mente aumentaba mis deseos de surtirle compañía a la muchacha. Pero, ¿cómo? ¿Acaso podría darle mi mano y ya? Pues hice un intento, tembloroso de acercar mi mano al dibujo.
Durante eternos instantes, los fenómenos consecuentes se sucedieron con lentitud fotográfica. Vi mi mano palpar el dibujo. Vi al mayor compenetrarse con él, seguido del resto de mi extremidad. Vislumbré, tras esto, que donde desapareció mi mano apareció en el dibujo otra, borrosa, como hecha de trazos. Vi también como la figura femenina tomaba esa mano con la que tenía extendida para dar un tirón que no pude resistir. Me vi envuelto en una fuerza que me atraía hacia la hoja llena de colores y observé como segundo a segundo me fundía en ella.
Tras esta eternidad, supe que estaba rodeado de rojos pastos que todavía daban su danza casi ritual. Me encontraba en el suelo, frente a una figura ahora clara, etérea, luminosa. Un rostro de belleza descomunal me miraba, ahora un poco coqueta y mimosa, con una sonrisa de alivio. Sabía pues que ahora estaba dentro de mi propia creación.
Ella, casi juguetona, señaló algo que había a mis espaldas. Giré mi cabeza rápidamente, para observar lo que aparentaba ser un muro descomunal. Pintado sobre él, el resto de una mesa, una silla de rojos bastante cálidos, una puerta negra al fondo… ¡Se trataba de la oficina! Pero, sin necesidad de inspeccionar demasiado, pude notar que estaba hecha de trazos irregulares, singulares, casi como los que suelo dar… Exactamente como suelo dibujar. Podría decirse que era una obra mía de no saber que nunca había hecho tal dibujo. La miré a ella, pues, con intención de cuestionarla al respecto, tal vez sobre el lugar, sobre como había alcanzado llegar allí. Articulé las palabras, moví la mandíbula, pero de mi boca no salía sonido alguno. La muchacha me miraba extrañada, como si nunca hubiese visto algo parecido. Insistí en la empresa, sin éxito alguno, al borde de la desesperación. No quería comprender que aquel era un mundo sin sonido, ya que yo no le había dado voz alguna al mismo. Desistí finalmente, resignado, y caí hacia el suelo, sentado. Desperté así una sonrisa en ella.
Se sentó a mi lado, cruzada de piernas, y de los pliegues de su vestido tomó un extraño anotador, fino, con una más extraña pluma. La misma tenía dos botones, uno azul y otro rojo. El anotador parecía forrado de cuero, pero no podía asegurarlo. Ella lo abrió y dirigió la punta de la extraña pluma hacia la única hoja que había en su interior. Presionó el botón azul y, a una velocidad insólita, trazó una frase coloreada como el botón. “¿Qué intentabas hacer?” eran las palabras que palpitantes asomaban a mis ojos. La miré a los ojos, intentando hacerle comprender que no tenía manera de hablarle. Fue entonces que presionó el botón rojo y la tinta retornó lentamente a su origen. Se rió ante mi mirada atónita y ofreciome su cuaderno. Me señaló entonces el botón azul. Pues, con pesadez y una lentitud pasmosa, le expliqué en pocas palabras que había querido hablarle, pero que no había podido lograrlo. Me miró ella extrañada y tomó su cuaderno para preguntar al respecto.
Así iniciamos una conversación de longitud desconocida. Con mi torpeza a la hora de escribir y en contraposición su facilidad de esbozar trazos, pudimos realizar el intercambio de ideas que anhelaba hacer. Me contó que nada sabía del dibujo del mural, tampoco de mí y de cómo había llegado ahí. Me explicó también su sorpresa al ver un hombre en el mismo, tanteando los suelos de los trazos de la habitación, moviéndose sin parar. Fue por ello que trató de asomarse a él. Inquirí, pues, extrañado, por qué entonces extendió su mano en señal de oferta. Fue cuando ella dijo que esa no había sido su intención, sino que simplemente palpaba el mural. Con este dato, cruzó por mi mente algo que no hubiese concretado en imaginar frente al agobio anterior que me acusaba aquel nuevo mundo. Me erguí sobre mis pies y con imperiosa caminata dirigí mis Pacios hacia el mural. El escalofrío que recorría mi espalda tal vez anunciaba lo que iba a llegar (ella escondía su mano derecha entre los pliegues de sus prendas, donde parecía mover sus dedos). Alcé la mano y con el índice lo toqué.
Nada. Apoyé mi mano. Nada. Comencé a palmear con esa misma mano, cada vez con mas fuerza. Nada. Fue así que entré en la consternación, casi animal, de sentirme atrapado en aquel mundo. Sin pensarlo, había penetrado en aquel lugar salido de mi recóndita fantasía y no había reparado en la posibilidad de regreso. Con los puños golpeaba ferozmente la estructura, intentando incluso gritar. El silencio de mis llantos era evidente, pero no importaba ya. Quería conectar con fuerzas un aullido de desesperanza, con el terror en la boca y el corazón saliendo por ella. Fue entonces que conocí su abrazo.
Fue una muestra de cariño que casi me sacó el aliento. En medio del maremoto de miedos fue el halito de cordura que requerí para retornar a la tranquilidad. Sus brazos me rodeaban el cuello, suavemente, y reposó su cabeza sobre mi hombro (la empatía es la capacidad cognitiva de percibir en un contexto común lo que otro individuo puede sentir). Tras soltarme, me giré para encontrar nuevamente su sonrisa.
Momentos después me preguntó qué buscaba en aquel dibujo en el mural. Le conté sobre mi verde ansiado, el color que había señalado para el árbol de lejanía inconmensurable, que casi tocaba el horizonte. Me pidió que se lo describiera, y así lo hice.
El rubor alcanzaba sus mejillas mientras colocaba su mano derecha nuevamente en los pliegues de su ropa. Comprendí entonces, percibí su soledad. Pero eso no me contuvo de extender la mano, en señal de exigir lo propio.
No quería dármelo (como si entendiese algo siniestro). Quería recobrar aquello que era lo mío, pero a medida que trataba de acercarme a ella, daba unos pasos para atrás, avergonzada, en señal de no tener intenciones de entregar mi tesoro. En aquel intento de alejarse de mi, se tropezó sobre si misma y perdió el lápiz entre los pastos rojos. Pude entonces tomarlo. Con una corazonada en el pecho me dirigí, pues, hacia el mural.
Tras caminar unos pasos, una mano me retuvo fuertemente. Me di vuelta para ver su rostro (¿Ahora se veía tan claro?), triste, entre la aflicción y el desconsuelo. ¡Oh! Si alguna vez dibujase alguna de aquellas sensaciones de tanta pesadumbre, tan fuertes, las reflejaría en las lágrimas que brotaban sobre un rostro tan bello como el suyo (terrible pero bello es a la vez ver a una mujer llorar). La comprendí, nuevamente, en su soledad. Yo también así lo estaba. Esa intención de unión, esa búsqueda de compañía, eso buscaba en mis dibujos, en aquella figura taciturna. Acaricié sus cabellos, sus hermosos cabellos, en señal de disculpa. Conteniendo mi pesar, roté sobre mí, y alzando el lápiz, presioné con su punta el mural…
Mientras terminaba de colorear el árbol, observaba la figura taciturna del camino. ¿Hacia donde iría? En lo profundo de mi ansiaba que cometiese el mismo error dos veces, pero sabía ya que no había vuelta atrás. Tras guardar los lápices, noté que había desaparecido en dirección contraria.

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